Carta de amor a mi madre desencarnada
¿Muerta? No, no lo creo así. Te saliste de tu divino templo humano porque ya no lo resistías, eso es todo y te fuiste en paz y sonriente para ser niña de nuevo y recoger fresas silvestres allá en las alturas de Pasto Viejo, en los montes de Cayey, donde ahora preparas el camino para nuestro encuentro, si es que realmente lo habrá. No hay tiempo ni espacio que nos límite en la imaginación. Mientras acá te decíamos adiós, allá donde estés o no estés, te recibían con los brazos abiertos.
Sé que no necesito escribirte esta carta pues tú la lees en el pensamiento, pero aun así lo hago. Desde que te fuiste para el otro lado, vivir es como flotar en un vacío. Es natural, nos pasa a todos, lo sé. Pero son solo unas cuantas líneas, tú sabes que no hablo mucho. Nunca te envié una carta cuando estuve lejos de ti, que ironía, ¿verdad?; mas no por que no supieras leer sino porque fui egoísta como todos lo somos, naturaleza nuestra que nos define como especie humana.
Otra ironía es que siempre apreciamos mejor algo cuando lo perdemos. ¿Pero en realidad te perdí? ¿Me perdiste? No. Nada se pierde y nada perdemos. Esas son falacias, como decir que si hay vida hay esperanza, pues no, es lo contrario: si hay esperanza habrá vida siempre. Pero nos enseñaron todo al revés para que viviéramos dormidos y ciegos. Bendita, tú Lopita y todos los que han partido hacia la luz; y pobre de nosotros que quedamos en esta cárcel.
¿Qué puedo hacer? Solo darte las gracias, por haber estado tanto tiempo maravilloso con nosotros, por cantarnos aguinaldos y bailar; por enseñarnos humildad con valentía; a sonreír no importa lo que pase, y con tus últimas palabras que escuché de tus labios antes de partir, “tómenlo con calma”, nos dejaste la paz que sobrepasa todo entendimiento, y nos enseñaste a aceptar la la vida tal como es. Sé que me perdonas y comprendes por no haber podido leerte en voz alta frente al féretro aquellos poemas que te escribí, y que mi hermano con mucha fortaleza leyó….
Como en un cuadro pintada,
bajo un árbol de mil peras,
está mi madre que lava,
el sol ilumina su cara,
lava, lava lavandera.
Cantando está una canción
“Dios estaba allí, estaba allí”
y la embarga la emoción,
pues ha puesto el corazón
en lo que la hace feliz.
“Yo soy un genio”, ella dice
cuando los números marca,
y hasta el tiempo ella predice
con su sol y mil matices
mientras la ropa engancha.
Niña pura y sencilla
como agüita de azahar,
mi poeta se arrodilla,
eres mi madre querida,
estrellita en alta mar.
Te fuiste con Pavarotti; y allá está también Chuito el de Bayamón y todos los buenos, madre disfrútalo. Gracias, por haberme dado la oportunidad en estos últimos años de decirte muchos te quiero, de pedirte perdón por los malos ratos que te di alguna vez; por poder oír tu dulce voz y porque pudiste comer de mi comidita que con tanto amor te preparé. Además te marchaste tan feliz que tu consuegra María Luisa, no pudo esperar y te siguió los pasos.
Sé que cada día es un instante más contigo ; un día donde me esperas en la casita, sentadita en aquel sillón. Y nos tomaremos un café de esos ricos que tú colabas...
Será un día sin amaneceres ni atardeceres porque será eterno y brillante. Y lo pasaremos juntos para siempre.
Hasta luego corazón,
Tu hijo que te ama
Héctor
Posdata
reeditado una tarde de mayo 17, viernes, de 2019 en San Antonio, Texas. 16 años después
reeditado una tarde de mayo 17, viernes, de 2019 en San Antonio, Texas. 16 años después
La semillita de acerola ha retoñado. Yo creo que ya tú lo sabes.
©Héctor Luis Rivero López
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